Capítulo 22

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—Ponga las manos donde pueda verlas, y hágalo lentamente.

Capítulo 22:

«Mierda.» Lali cerró los ojos durante un momento y sacó despacio sus ennegrecidas manos de la parrilla. No debería haber sido tan tonta como para confiar en nadie. A varios kilómetros de su auto y de sus cosas, no podía hacer mucho más que quitarse las sandalias de un puntapié y salir corriendo… y esperar que quienquiera que estaba a su espalda tuviera mala puntería.

—Dese la vuelta.

Se volteó con las manos bien alejadas de los costados. «Un policía», pensó de inmediato. Ropa sencilla, detective, posiblemente de Homicidios. Y no cabía la menor duda de que tenía su descripción bien apuntada en esa pequeña libreta en el bolsillo de su chaqueta.

—¿Lleva algún arma?

Ella sacudió la cabeza, obligando a su cerebro a que se pusiera en marcha.

—Trabajo aquí —apuntó, manteniendo la voz baja y serena—. Nadie comprobó el área, y el señor Lanzani quiere utilizar la parrilla esta noche.

—¿No utilizó la misma historia la otra noche?

Lali frunció el ceño, el corazón le latía con fuerza.

—¿De qué está hablando? ¿Nos conocemos?

—Aléjese de ahí y échese bocabajo en la tarima con los dedos entrelazados detrás de la cabeza.

Dejó escapar un suspiro, y adoptó una expresión irritada en su rostro.

—Me llenaré el pelo de carbón.

—No pienso repetirlo.

Mientras se arrodillaba sobre la zona empedrada junto a la piscina, divisó a Lanzani que bajaba por las escaleras de la terraza. Por el bien del hombre, menos mal que el policía tenía una pistola. Nadie jugaba con ella. No podía creer que él lo hubiera hecho con tanta rapidez. Evidentemente, no había estado pensando con la cabeza. Las esposas que el detective sacó de su cinturón con la mano libre hicieron que la inundara el pánico. Nunca antes la habían atrapado.

—Detective Castillo —dijo Lanzani, deteniéndose al pie de las escaleras—, no pasa nada.

—Ahora ya no —gruñó Castillo—. Manténgase alejado de aquí, señor Lanzani. Voy a llamar al equipo para que comprueben el área.

«Así que no había sido Lanzani quien la había entregado.»

—Eso era lo que estaba haciendo, imbécil —espetó Lali, retomando de nuevo su representación—. ¿Puede hacer el favor de decírselo, señor Lanzani?

—Trabaja para mí. Usted me sugirió que consiguiera seguridad privada y no tengo ya demasiada fe en Mayer-Smith. Hice que Gastón la contratara.

—¿Cuándo?

—Esta tarde.

El detective miró a Lanzani de reojo.

—¿Ella es su seguridad? ¿Vestida de ese modo?

—Bueno, sí.

—No le importa que la investigue un poco, ¿verdad?

—Le entregué todas mis referencias al señor Lanzani —intervino ella, decidiendo dar por cerrado el tema tanto como le fuera posible—. ¿Está usted fuera de sospecha, detective?

—Ésta es mi investigación. Y me gustaría ver esas referencias por mí mismo.

—Por supuesto, detective Castillo —interrumpió Lanzani—. De hecho, insisto en ello… aunque estoy completamente satisfecho con sus títulos. Puede que desee llamar a Simón Arrechavaleta, en…

—¿Simón Arrechavaleta, el agente secreto?

—Ex de la CIA. Jugamos juntos al golf. Él me la recomendó.

Por primera vez, Castillo pareció inseguro. Lanzándole otra mirada severa, enfundó la pistola.

—De acuerdo. Necesito su nombre.

«Demonios.» Era mejor malo conocido que alguien a quien no conoces en absoluto, decidió Mariana, lanzándole otra mirada a Lanzani. Él había acudido en su ayuda… esta vez.

—Mariana —respondió, su mente funcionaba a toda velocidad. Estar conectada con Carlos Espósito podría resultar perjudicial, o podría ser de utilidad, pues evidentemente ella frecuentaría la compañía del ex agente de la CIA—. Lali Espósito. Estoy especializada en seguridad de objetos de valor, pero estoy ampliando el campo.

El detective la miró con dureza, y se llevó de nuevo la mano al arma.

Ella tomó aire. Cómo odiaba las pistolas.

—Soy su hija. Trato de compensar los malos hábitos de papá, podría decirse.

—No estaba al tanto de que tuviera una hija.

—Soy la oveja blanca de la familia. Nadie habla de mí.

Los dos se miraron durante un prolongado momento, cada uno evaluando al otro y recelosos al mismo tiempo, hasta que Lanzani se interpuso entre ambos.

—¿Alguna cosa más, detective?

Frotándose el mostacho con el dedo, Castillo negó con la cabeza.

—No. Pero si tiene antecedentes, señorita Espósito, volveré. Y, en cualquier caso, estaré pendiente de usted.

—Bien. Estoy deseando ampliar mi club de admiradores —repuso, observando al detective mientras éste conversaba en voz baja algunos minutos más con Lanzani y abandonaba el jardín, dirigiéndose al camino de entrada. Su mirada no regresó a Lanzani hasta que no lo perdió de vista—. Se suponía que tenía que limpiar mi nombre, no convertirme en dos personas distintas.

Él se encogió de hombros.

—Nos proporciona cierto margen de tiempo. ¿Quién es su padre, Mariana Espósito?

—No es asunto suyo, Peter Lanzani —contestó, nerviosa. ¡Dios! En cinco minutos toda Argentina sabría quién era ella y dónde estaba. Y diez minutos después de eso, la Interpol tendría su nombre y su ubicación.

—Vaya, vaya, ¿qué hay de la confianza?

—Le hablaré de él cuando usted me hable de su ex mujer. ¿Hecho?

La mirada de Lanzani se endureció.

—Eso no…

Continuará…