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Se
giró y al salir por la puerta miró con horror el interminable y gigantesco
pasillo.
Tal
vez debería de haber dejado un rastro de migas de pan.
Capítulo 27:
En
cuanto la puerta se cerró detrás de Lali, Pablo cayó rendido sobre la silla y
se frotó la cara entre las manos. Se quedó mirando fijamente el fuego durante
un buen rato, mientras Peter se limitaba a observarlo.
—Se
ha ido, Peter —dijo al final—. Se ha ido para siempre.
—Sí
—Peter se sentía incómodo; aquel no era su fuerte, no sabía cómo consolar a un
tipo al que su mujer había engañado.
Pablo
parecía estar pasando por un infierno. Peter sintió una punzada de pena por su
mejor amigo. La marcha de Lucrecia había dejado un auténtico vacío en la vida
de Pablo. Por unos instantes, Peter casi envidió la intensidad de sus
sentimientos. Cuando Melissa por fin se fue, Peter se había sentido aliviado.
Pablo
estaba verdaderamente dolido; aunque eso no era excusa para comportarse como lo
había hecho con Daniela Rinaldi.
—Escúchame,
Pablo —dijo Peter—, Sé cómo te sientes, pero tienes que recomponerte. Al fin y
al cabo, la señorita Rinaldi...
—Olvídalo
—dijo Pablo—. No tienes ninguna posibilidad con ella. Acabarás perdiéndola de
todas formas. Todas las mujeres que entran aquí se terminan yendo. —Alzó los
rojizos ojos hacia Peter—. Deberías haberme hablado de la maldición, Peter.
¿Cómo iba a saber que ninguna mujer se queda demasiado tiempo en las tierras de
los Lanzani?
—Eso
no es más que una leyenda estúpida. —Peter apretó los dientes—. Me sorprende
que te hayas dado el trabajo de siquiera considerarlo una posibilidad.
—¿Considerarlo?
¡Vete a la mierda, perdí a mi mujer por culpa de eso! —gritó Pablo antes de
hacer una mueca de dolor y levantar la cabeza.
—No
perdiste a tu mujer porque estuviera en las tierras de los Lanzani —dijo Peter
razonablemente—. La perdiste porque... porque... —Peter se detuvo. No sabía por
qué se había ido Lucrecia. ¿Quién sabía por qué hacían las cosas las mujeres?
—Porque
estamos en las tierras de los Lanzani —concluyó Pablo.
—¡Que
no, por Dios!
—Ok,
perfecto, entonces, ¿cómo es que Melissa se fue? —La voz de Pablo era hostil—.
Respóndeme a eso, dale.
—Porque...
porque...
—Porque
estaban viviendo aquí. —Pablo asintió con gesto de sabiduría, como si acabara
de resolver alguno de esos problemas matemáticos casi imposibles.
—¡Porque
no quería seguir viviendo conmigo! —Peter levantó las manos, al borde de perder
la poca paciencia que le quedaba—. Y ya basta. No tiene nada que ver con este
lugar.
—¿Y
por qué se fue tu madre? —preguntó Pablo.
—No
se fue. —Pablo estaba dolido, y Peter le perdonaba lo que dijera. Pero todo
tenía un límite—. Murió.
—Es
lo mismo. —Pablo apretó la mandíbula con terquedad—. ¿Y tu bisabuela? ¿No huyó
con el tipo de la máquina de coser? ¿Y tu abuela? Un niño y adiós.
—Pablo...
—gruñó Peter.
—Y,
¿qué nos traen las yeguas? ¿Ah? ¿Qué me dices de eso? Tienes una proporción de
70 caballos y 30 yeguas. Es algo estadísticamente imposible.
—Casualidad.
—¿Casualidad?
Perfecto, ¿y qué me dices de la collie que tuvo seis cachorros, todos machos?
¿Qué me dices de eso? ¿Eh? ¿Eso también fue casualidad? No me extraña que
Lucrecia y Melissa se largaran. Este lugar es veneno para las mujeres.
«Especialmente
para las cualquiera», pensó Peter, pero prefirió no hacer comentario alguno.
Pablo
se pasó las manos por el pelo.
—Debería
haberme buscado trabajo en un banco o en una tienda; así seguiríamos siendo una
familia y no estaría metido en este lío. —Dejó caer la cabeza—. Y Rafael
tampoco.
—Pablo
—dijo Peter con paciencia—, no podrías haber conseguido un trabajo en un banco
o en una tienda porque no tienes la formación necesaria para hacerlo. Estás
hecho para trabajar con el ganado. Es lo que sabes hacer, y lo haces muy bien.
Cuando no te vuelves loco.
—Claro
que me estoy volviendo loco —gritó Pablo—. ¡Acabo de perder a mi esposa por tu
maldición!
—¡Cierra
la boca de una vez por todas! —gritó Peter a su vez. Daniela Rinaldi
probablemente fuera la única mujer, y desde luego la única mujer guapa, en un
radio de doscientos kilómetros que nunca hubiera oído hablar de la Maldición de
los Lanzani y, sin duda alguna, Peter quería que siguiera siendo así—. La
señorita Rinaldi está a punto de volver, se dio un tiempo en su apretada agenda
para hablarte de tu hijo así que te vas a comportar como una persona normal con
ella.
Peter
no sabía si Daniela Rinaldi tenía una agenda apretada o no; la mayoría de la
gente de Fiambalá no tenía demasiadas cosas que hacer, pero eso Pablo no tenía
por qué saberlo.
Pablo
trató de concentrarse en Peter, pero la cabeza le daba vueltas. Cuando por fin
logró verlo, los ojos rojos le brillaban.
—Oblígame
—gruñó.
Estaba
pidiendo una pelea a gritos, pero lo último que Peter quería era que Daniela Rinaldi
volviera y se los encontrara peleando.
—Deja
de decir estupideces, Pablo.
—No.
—Pablo se levantó, se balanceó y se puso en guardia en una postura más bien
ridícula, pues apenas podía mantenerse en pie.
—No
bromees. —Peter miró al cielo—. Los dos sabemos que no puedes enfrentarte a mí
cuerpo a cuerpo. A mí me han entrenado y a ti no. Te llevo ventaja, así que
déjate de tonterías.
Pablo
empezó a hacer círculos lentamente alrededor de él.
—Oblígame.
—Pablo
—dijo Peter con los dientes apretados—. Estás borracho. Probablemente hasta
estés viendo doble. No voy a pelearme contigo, y ya está. Acabaría contigo en
menos de lo que canta un gallo, así que déjalo.
Peter
esperaba que Pablo sonriera al oír uno de los viejos dichos de su padre, pero
Pablo apretó la mandíbula y se balanceó violentamente.
Peter
esquivó el golpe sin moverse de su sitio. Aquello iba a ser peor de lo que
pensaba. Pablo volvió a balancearse, tan despacio que Peter podría haber
terminado de leer la biografía de Hitler y aún le habría sobrado tiempo para
detener el puño de Pablo. Peter dejó que Pablo se librara de su mano y le dijo:
—No
seas tarado, Pablo, no puedes derribarme y lo sabes.
—¿Ah,
sí? —Pablo respiraba con dificultad. Trató de hacerle un gancho a Peter, pero
no funcionó, aunque se llevó un puñetazo en la barbilla.
—¡Por
Dios, Pablo! ¡Eso si que dolió!
Pablo
le enseñó los dientes.
—Eso
pretendía. —Se puso en cuclillas y empezó a rodear a Peter, quien retrocedió.
—Pablo,
como no dejes de hacer estupideces ahora mismo... —Pablo embistió. Peter se
movió, y Pablo se golpeó los puños primero y la cabeza después contra la
chimenea de piedra maciza. Peter hizo un gesto de dolor al oír el golpe. Pablo
se giró; sangraba por una herida que se había hecho en la ceja, pero levantó
los puños. Los nudillos de una de las manos sangraban también. Peter suspiró y
también levantó los puños.
La
puerta se abrió.
Daniela
Rinaldi se detuvo en el umbral, con los ojos abiertos de par en par y el maletín
en la mano. Los dos hombres, uno sangrando y el otro seriamente enojado, se
giraron para mirarla con el ceño fruncido.
—Supongo
que son cosas de hombres, ¿no? —preguntó.
Continuará…
Ja ja!! Son unos nenes!! Me encanta Más!!!
ResponderEliminarhaaay máas! me encanta tu nove
ResponderEliminarte espero http://amorporcasiangeless.blogspot.mx/
besos
estos hombres si no,MALDICIÓN DE LOS LANZANI? se pone interesante...otro
ResponderEliminarjajajajajajaja! quiero saber mas de esa maldicion, mas novee
ResponderEliminaryo tambien quiero saber sobre esa maldicion,jaja a q LALIlogrea romperla°
ResponderEliminarNo va a resultar tan aburrida su estancia en ese pueblo con esos dos.
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