Capítulo 44

Hola!!!! Cómo les va?! Ojalá que hayan tenido un buen día y si no, que lo hayan sabido llevar y pasar de la mejor manera! Gracias por sus comentarios siempre! Son geniales y para que se les haga más fácil la descarga, al lado izquierdo, les dejé los links en dropbox también. Ahí los pueden leer online o descargar si prefieren ;) Besos y hasta mañana!

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Guillermo la había limitado, la había infravalorado para controlarla. Y ella había creído que el matrimonio significaba limitaciones. En cambio Peter la amaba tal cual era, pensó con alegría.

Se sentía libre por fin.

Capítulo 44:

Al llegar a su casa empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Se alegró de ya estar de vuelta. Iba a encender la chimenea y dejarla encendida todo el fin de semana. Se sentía una mujer nueva.

Las puertas ya no rechinaban porque Peter las había arreglado, y ella las miraba como si fueran la invocación de su presencia.

Peter no era como Guillermo. La amaba. Y ella lo había alejado de su vida.

Se acercó a la ventana y miró las gotas caer, que ya caían a mayor velocidad. De pronto se sintió triste. Se dio cuenta de que había perdido su única oportunidad de ser feliz.

Había cometido un gran error

Ella amaba a Peter. Claro que lo amaba, con todo su corazón. Y probablemente lo amaba desde la primera noche que habían pasado juntos. Pero había estado demasiado aferrada a su pasado para reconocerlo.

Puso más leña. El viento golpeaba con furia las ramas de los árboles del jardín. Era una tarde muy oscura. Lentamente se fueron iluminando todos los postes.

Lali se sentó en la mecedora, con el corazón encogido de tristeza.

De pronto se dio cuenta de que se estaba equivocando nuevamente. Porque pensaba que igual que Guillermo se había ido y la había dejado de amar, Peter ya no la amaría después de haberse marchado.

No perdió un minuto más. Buscó el número de teléfono y lo llamó.

A la cuarta vez que sonó, saltó la contestadora.

Entre lágrimas, esperó a que sonara el pitido para dejar el mensaje.

–He visto a Guillermo hoy. Tenías razón, eso era lo que debía hacer. Peter, te amo. No me había dado cuenta de ello hasta hoy. Por favor, no te enojes conmigo, y ven a Rosario cuanto antes –hizo una pausa para tomar aliento, y luego dijo–: ¡Ah, y soy Lali! Es sábado por la noche, pero no voy a decirte adiós porque no quiero volver a decírtelo nunca más. Voy a decirte hola, hola y hola el resto de mi vida.

Estaba llorando. Dejó el auricular y se sonó la nariz.

Después fue arriba a cambiarse.

Pasó la tarde. Llamó a Cande para contarle lo que había pasado. Agustín ya estaba en casa, aunque había tenido un viaje atroz desde el aeropuerto.

Cenó sola, y miró a cada rato por la ventana. ¡Cuánto deseaba que Peter volviera a casa y escuchara su mensaje!

¿Habría salido? Al fin y al cabo era sábado por la noche. En un impulso, decidió llamar a Claudia. Claudia sabría dónde estaría Peter. Pero no logró comunicarse. Las líneas parecían andar mal.

Volvió a la cocina y encendió unas velas, y luego las llevó a la sala.

La espalda le dolía cada vez más. Bastante más. Era un dolor intenso, como si alguien la retorciera...

Las contracciones. «Apuesto a que son las contracciones», pensó.

Anotó la hora en una hoja de papel, y se olvidó de todo, excepto de que su hijo, el que tanto había deseado, estaba por nacer. Su hijo y el de Peter.

Decían que los partos de mujeres primerizas solían ser largos y se suponía que la tormenta pararía a la medianoche, según habían pronosticado.

Tuvo tres horas de contracciones. Lali releyó el libro sobre embarazo, y decidió, desilusionada, que podía ser una falsa alarma. Tal vez debiera intentar irse a dormir.

Pero entonces las contracciones aumentaron la intensidad, y fueron más seguidas. Entonces Lali, presa del pánico, se dio cuenta de que aquello era de verdad. Debía avisar a los vecinos.

Pero al mirar por la ventana, se dio cuenta de que no había luz en la casa de los vecinos. Y sus otros vecinos pasaban el invierno en Uruguay.

«No puedo quedarme aquí sola», pensó.

Con gran dificultad caminó lentamente en busca de su abrigo, y agarrándose de las paredes, llegó hasta la puerta.

Cuando la abrió, el viento la golpeó con violencia, y la entrada se llenó agua. Sintió una nueva contracción. Se aferró al marco de la puerta como si su vida dependiera de él.

Sus músculos se aflojaron. No veía ni el portón que separaba la casa de la calle. No podría cruzar la pista. Podría caerse allí y nadie se enteraría.

Reunió fuerzas y entró de nuevo a la casa.

Muchas mujeres tenían a sus hijos solas. Después de todo era un proceso natural.

Buscó unas cuantas toallas, y las páginas en su libro dedicadas al parto en casa, llamando a Peter internamente con todo su ser. Lo necesitaba como nunca.

Necesitaba decírselo, y decirle que lo amaba, que lo quería a su lado. Que lamentaba profundamente haberlo apartado de su vida insistentemente.

Continuará…