domingo, 25 de mayo de 2014

Capítulo 23



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—Sé que lo harás —Lali abrió los ojos de nuevo y respiró profundamente—, pero yo seré capaz de resistir la tentación. Puedo hacerlo —dijo, más tratando de convencerse a sí misma que a él.
Peter no pudo evitar que una sonrisa traviesa se dibujara en sus labios.

—Bueno, puedes intentarlo.

Capítulo 23:

—Pedro ¿te volviste loco? —exclamó Agustín al otro lado de la línea.
Peter le pagó al dueño del puesto de periódicos del aeropuerto.

—¿Me creerías si te dijera que me volví loco, que siento como si flotara y que estoy completamente enamorado? —le respondió, levantando su maletín del piso.

—No —contestó Agustín con sequedad.
       
—Bueno, está bien, tienes razón —Peter miró los anuncios en las puertas de embarque y las horas de salida y miró su reloj—: no es verdad. Estoy perfectamente cuerdo, con los pies en el suelo, y casado con una mujer guapísima, sexy e inteligente que resulta que es todo lo que buscaba en una esposa.

—Ah, bueno, no sabía que estuvieras buscando a una cazafortunas —dijo su amigo con sorna—. De haberlo sabido te habría recordado a cualquiera de las docenas de ellas que han estado tirándose a tus pies durante los últimos diez años. ¿Cómo te dejaste convencer?, ¿te puso algo en el trago?
Peter apretó la mandíbula irritado mientras se dirigía a la cafetería donde había dejado a Lali.

Había imaginado que así sería como lo verían los demás, las conclusiones que sacarían al saberlo, y se había dicho que no le importaba lo más mínimo, pero la verdad era que le molestaba, y mucho.

—Por supuesto que no. De hecho, podría hasta decirse que fue al revés.

En ese momento vio que Lali salía de la cafetería, con un azafatita en una mano en la que había un par de cafés y una bolsa de papel con facturas, y el maletín de su laptop en la otra.
Se detuvo para que no oyera su conversación con Agustín.

—Hey... Peter, ¿de qué estás hablando? —le preguntó su amigo sin entender.

—Dejé que tomara de más y no se acuerda de casi nada de lo que pasó esa noche.

—Déjame adivinar —dijo Agustín con la misma aspereza de antes—: seguro que sí recordaba que se había casado.

—Sí, pero por desgracia no recuerda por qué accedió cuando se lo pedí, y me costó bastante convencerla para que me dé una oportunidad. Estamos volviendo a Buenos Aires, pero antes haciendo una parada en Mendoza para recoger sus cosas y va a vivir tres meses de prueba conmigo.

—¿Me estás bromeando? —preguntó su amigo con tal incredulidad que hasta se le escapó un gallo.
Peter no pudo evitar sonreír.

—No. Ya sé que parece una locura, Agustín, pero sé que es la mujer correcta, y me gusta muchísimo.

—¿Y sabe lo de Belén?

—Sí, se lo conté la noche que nos conocimos. Bueno, lógicamente a la mañana siguiente no se acordaba, así que se lo volví a contar.
Durante la charla que habían tenido esa mañana para refrescarle a Lali la memoria, ella le había preguntado si había tenido alguna relación seria.

—No puedo creer que ni siquiera me la hayas presentado. Quiero conocerla... ahora que sé que no te llevó al altar a punta de pistola —dijo Agustín.
Peter  sonrió  y  empezó  a  caminar  de  nuevo,  levantando  una  mano  para  que  Lali  lo  viera.
Cuando ella le sonrió también sintió un cosquilleo en el estómago.

—Ya te la presentaré.

—Está bien, pero quiero detalles, así que comienza desde el momento cero.

—Apenas te fuiste con la camarera se presentó en nuestra mesa la «gimnasta» y me entró con la que debe ser la peor frase para seducir de la historia.

—¿La gimnasta? ¡Noooo!

Lali llegó junto a él en ese instante, y debía haber oído la última parte, porque enarcó una ceja, como divertida, y se puso en puntas de pie para decir por el teléfono:
—No soy gimnasta.
Peter se rio y sonrió al verla sonrojarse cuando la besó en la sien.

—Está bien, es verdad —le confesó a Agustín—, no es gimnasta y no era una frase para seducir...


Lali se despertó con los rítmicos latidos del corazón de Peter bajó su oído, con el peso de su brazo alrededor de su cintura, y un torbellino de pensamientos.

Después de dos días en Mendoza durante los que no habían parado ni un segundo, por fin habían terminado de embalar todo lo necesario en su departamento.

Se habían reído muchísimo mientras negociaban las condiciones de esos tres meses: si dormirían juntos o no, los viajes y obligaciones sociales, los compromisos profesionales de cada uno...

Con tanto por planear, no habían llegado a la casa que Peter tenía en Buenos Aires hasta pasada la media noche y cinco minutos después habían caído rendidos en la cama.

Soñolienta, parpadeó para terminar de despertarse, y una sonrisa tonta se dibujó en sus labios cuando de improviso acudió a su mente la frase «hoy es el primer día del resto de tu vida».

Se bajó de la cama con cuidado de no despertar a Peter, bajó las escaleras, y fue prendiendo las luces por donde pasaba para familiarizarse con la casa y tomando nota de los detalles que pudieran  darle pistas sobre el hombre con el que se había casado.

Entonces, sin saber por qué, recordó lo que le había dicho su madre al despedirse de ella cuando la había llamado por teléfono el día anterior: «Vas a tener que avivarte y esforzarte más si no quieres perder a este...».
Lali sacudió la cabeza. Su madre... ¡siempre igual!, pensó con un suspiro. A través de las mamparas de la sala se veía que la oscuridad de la noche se estaba diluyendo en la claridad del amanecer.

Dio un paso hacia allí, queriendo apartar de su mente las palabras de su madre y los recuerdos que siempre la acompañaban, perderse en aquella belleza que estaba destapando la salida del sol, pero los fantasmas del pasado ya se habían apoderado de ella.

Recordó a todos los «papás» que habían pasado por su vida, aquellos hombres por los que su madre, María José Riera, había estado dispuesta a hacer lo que fuera y a ser lo que creía que ellos esperaban que fuera con tal de mantenerlos a su lado.

También recordó los cambios en la personalidad de su madre y en las metas que había anunciado cada vez la llegada de un hombre nuevo a su vida. Su determinación de no encariñarse demasiado con ninguno, por muy simpático o divertido que fuera, porque aquellas relaciones de su madre nunca duraban demasiado.

Su madre creía que si se esforzaba lo suficiente, si hacía hasta lo impensado, no la dejarían, pero todos habían terminado en hacerlo. Ernesto, Iván, Marcelo, Rubén, Leonardo, José y Darío. Siete maridos que habían  entrado  y  salido  de  su  vida,  y  su  madre  todavía  no  había  entendido  que  una  relación dependía de dos personas y no solo de una, y que intentar aferrarse a un barco que se hundía era prolongar lo inevitable.

¿Estaría repitiendo los errores de su madre aunque se había prometido cien veces que a ella no le pasaría?


Continuará…

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