domingo, 16 de febrero de 2014

Capítulo 11




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Por unos instantes, Lali se preguntó si el mes de terror habría acabado con sus neuronas. ¿Qué había dicho el oficial?
Ah. Se refería a que había sido un soldado. Entrenados para matar.
Al fin y al cabo, no había estado tan mal encaminada.

Capítulo 11:

Lali trató de asimilar aquella información mientras observaba a Juan Pedro Lanzani. En el piso le había parecido peligroso; ahora que estaba de pie, le parecía aterrador, enorme y amenazador. El perfil perfecto para la armada. Lo observó detenidamente, prestando especial atención a sus grandes manos, y volvió a mirar al oficial Prado.

—Puede que lo sea —dijo con educación—, pero ya no va camuflado.

El sheriff se la quedó mirando durante unos instantes; respiró con fuerza una vez, y luego otra. Hasta que no se dobló por la mitad, sacudiendo los hombros, Lali no se dio cuenta de que se estaba riendo.

Era lo último que le faltaba. El espantoso día se le cayó encima; Héctor Lavalle y sus muy poco alentadoras noticias de que los asesinos podían haber estado cerca de descubrir dónde se escondía; el terror cuando pensó que uno de los asesinos a sueldo de Fadul la había encontrado; su heroica y última batalla; el enorme alivio cuando descubrió que, después de todo, no iban a matarla.

Y luego el oficial Prado que había ido a rescatarla; sólo que no la había rescatado. De hecho, podría detenerla por... ¿por qué? ¿Agresión con un enorme vegetal? Y, ahora, estaba haciendo una imitación espantosa de Patán, el perro de Los Autos Locos. Lali odia esa risa.
Ahora que lo pensaba, también odiaba cualquier batalla.

—Si no le importa, oficial —dijo con frialdad.
Santiago Prado rió una vez más y se frotó los ojos.

—No, señorita...
«Espósito», pensó.

—Rinaldi —dijo.

—Rinaldi, es verdad. Lo siento. ¿Acaba de mudarse, no es así?

—Hace poco menos de un mes. —Veintisiete días y doce horas, ¿pero quién lleva la cuenta? Ella no.

—Así que no conoce a todo el mundo aún, pero Peter, aquí presente, formaba parte de la Marina, era un miembro de la brigada especial de las fuerzas armadas, como ya le dije. Tropas de asalto. Hizo un trabajo extraordinario, además; le dieron una medalla y todo. Pero su padre murió y volvió para hacerse cargo del campo.

Dios mío. Lali cerró los ojos unos segundos. Aquello era peor de lo que pensaba. No le bastaba con haber atacado a uno de los buenos ciudadanos de Fiambalá... no, tenía que ser, además, un héroe de guerra. Abrió los ojos y volvió a mirar a Juan Pedro Lanzani.
Seguía pareciéndole duro y peligroso.

Recopiló la poca dignidad que aún le quedaba y, haciendo acopio de todo su valor, le tendió la mano a Juan Pedro Lanzani, el criador de caballos/miembro de la brigada especial de las fuerzas armadas.
Lo miró fijamente y se estremeció.

—Le ruego que acepte mis disculpas, señor Lanzani.

Tras unos segundos, Juan Pedro Lanzani le dio una mano fuerte y llena de callos. Se la estrechó y él la miró a los ojos; Lali se lo quedó mirando antes de soltarse y alejar la mirada, sintiéndose como si acabara de escapar de un campo de batalla. Emitió un sonido y decidió tomarlo como que aceptaba sus disculpas, pues recordó que los miembros de la brigada especial no hablaban. Sólo gruñían.
Lali miró al oficial Prado y trató de sonreír.

—Supongo que también le debo una disculpa a usted, oficial.

—Santiago —dijo el sheriff sonriendo—. No somos muy pegados a las formalidades por aquí.

—Santiago, entonces. Siento mucho haber causado todo este alboroto.
El sheriff se dio la vuelta para retirarse.

—Bueno, no voy a decir que para eso estamos, porque me ha dado un buen susto, señorita Rinaldi...

—Lali —dijo Lali, queriéndose morder la lengua luego de soltar su verdadero apodo.

—Lali. Como iba diciendo, pensé que por fin había atrapado a un delincuente. Normalmente me limito a terminar con las peleas de la noche del sábado y detener a los que se pasan de velocidad. Aunque tampoco hay muchos de esos.

—No, supongo que no —murmuró Lali—. Fiambalá parece un lugar tan agradable. —Después de todo lo que había pasado esa tarde, ¿qué mal podía hacer una mentirita? Ok, una mentira enorme—. Acogedor y tranquilo.

Los años que había pasado fuera del país hacían más fácil decir las cosas agradables y falsas. Lali recordaba haber oído a su madre decirle a un islandés cosas maravillosas sobre Reykiavik y sus paisajes, cuando no era más que una tierra baldía, sin árboles ni vida. El oficial sonrió abiertamente.

—Eso seguro. Me alegro de que te guste la vida aquí; siempre estamos encantados de dar la bienvenida a los nuevos habitantes. Necesitamos sangre nueva. Los jóvenes se van cuando terminan el colegio. No hago más que decirles que el mundo de ahí fuera no es un lugar agradable, pero nadie me escucha. No sé qué creen que van a encontrar en otro lugar.

«Ah, no lo sé, —pensó Lali—. Librerías, cines, teatros, galerías de arte. Buena comida, buena conversación, tiendas. Personas». Luego, como siempre le decían que era como un libro abierto, sonrió y trató de pensar en cualquier otra cosa.

—Ya sabes cómo son los jóvenes. Supongo que creen que tienen que ir a descubrirlo por ellos mismos. —Por educación, Lali se giró hacia el hombre al que había golpeado—: ¿No es verdad señor Lanzani?

Continuará…

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