miércoles, 26 de febrero de 2014

Capítulo 21




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—¿Sí, Peter? —Su voz era suave en la fría noche—. ¿Qué pasa con Rafael?

—No es mi hijo —dijo Peter. Se giró sobre los talones, se subió a la camioneta y se marchó en la oscura y nevosa noche.

Capítulo 21:

Peter podría manejar los kilómetros que había de Fiambalá a Doble C con los ojos cerrados, esposado y usando sólo los dedos de los pies; menos mal, porque lo único que veía era el rostro de Daniela Rinaldi frente a él, y en lo único que pensaba era en la erección que tenía y que dolía demasiado.

Seguía excitado. A Peter le preocupaba que su miembro se hubiera centrado en Daniela Rinaldi y sólo la deseara a ella, a ella y a nadie más, porque eso significaría que, teniendo en cuenta cómo se había portado, probablemente no volviera a tener relaciones en su vida. Había sido incapaz de decir más de diez palabras seguidas, y se había frotado contra ella cuando la sostuvo en sus brazos, después del susto que se llevó con los chiquitos que tocaron su puerta.
Lo más probable es que pensara que era algún tipo raro que no podía hablar con las mujeres pero al que le gustaba restregarse contra ellas.

Aun así, no podía decir que su masculinidad no tuviera gusto excelente. Había algo en Daniela Rinaldi. Algo en la calidad de su piel, pálida y tan luminosa que parecía brillar como si tuviera luz propia. O tal vez fueran sus ojos color miel. Fuera lo que fuera, no había podido apartar los ojos de ella.

Cuando sonreía su rostro se iluminaba y, de pronto, deseó haberle arrancado otra sonrisa, sólo para ver su transformación. Pero ya no sabía hacer reír a una mujer, si es que alguna vez supo. Podía bajar haciendo rappel de un helicóptero suspendido en el aire, bucear a sesenta metros de profundidad, disparar a una distancia de casi dos mil metros y domar al caballo más salvaje, pero hacer reír a una mujer... era algo completamente distinto.

Peter sabía todo lo que había que saber acerca del entrenamiento militar y sobre el ganado. Pero no tenía ni la más mínima idea de cómo hacer para llevarse a una mujer a la cama.


«No es mi hijo», esa misma noche, Lali repasaba sus palabras en la cama mientras releía por tercera vez consecutiva el mismo párrafo.

¿Qué significaba eso? ¿Que Rafael era el hijo de su mujer? De ser así, «no es mi hijo» le parecía una forma muy cruel y fría de decirlo. Pero Juan Pedro Lanzani no le parecía cruel.

Está bien, no era el tipo más hablador del mundo; aunque Lali presentía que se debía más a que no tenía habilidad para comunicarse, y no a que no fuera lo suficientemente inteligente para hacerlo. Había leído en algún lado que los soldados, o las fuerzas especiales, o como se llamaran, tenían que tener una inteligencia superior a la media, aunque era muy probable que la simpatía y la capacidad de conversar no estuvieran entre las cualidades requeridas para el trabajo.
Era cierto que Juan Pedro Lanzani parecía amenazador pero, por alguna razón, era incapaz de creer que fuera cruel.

Miró a Frodo, que estaba acurrucado en la vieja manta en una esquina de la sala y la miraba con sus ojos castaños. Peter había sido amable hasta con el perro sarnoso que la había adoptado como dueña. Un hombre que tratara con amabilidad a animales y mujeres abandonadas no podía ser cruel con un niño pequeño tan simpático, ¿no?
Claro que, ¿ella qué iba a saber? Ya no estaba segura de nada. En el último mes, su mundo entero se había puesto patas para arriba.

Tenía una vida perfectamente normal y satisfactoria hasta que, ¡pum!, su vida entera había dado un giro inesperado; como de los que hablan en algunas canciones. Lali empezó a inventarse algunas estrofas, marcando el ritmo con el pie debajo de la sábana.

«Perdí mi trabajo y perdí mi casa y perdí mi auto...», Frodo levantó la cabeza de repente y empezó a morderse el hombro con rabia. «Y mi perro tiene pulgas», concluyó con desánimo.

Para rematar el asunto, por primera vez en la vida era incapaz de ahuyentar la pena con la lectura. No disponía de la mejor medicina del mundo: sumergirse en un buen libro. Lo única que se podía leer en Fiambalá eran revistas de chismetos y el periódico, ambos disponibles en el supermercado. Así que Lali tenía que ingeniárselas con los pocos libros que se había llevado.

No había tenido más que diez minutos en la librería del aeropuerto, así que había comprado prácticamente la estantería entera. Para su desilusión, entre ellos había cuatro libros que ya había leído, uno sobre la historia del comercio en Japón y un diccionario español-inglés. El resto eran las novelas que tenía todo el mes leyéndose una y otra vez.

Lali se concentró por enésima vez en el libro que estaba leyéndose. A lo mejor por eso no lograba concentrarse en el misterio del asesinato. Esta vez estaba leyéndolo con su ojo crítico de editora. Habría sido un buen libro para una buena editora. Habría sido un bueno libro para ella. Era buena editora.
Antes.

¿Quién la habría reemplazado? Cuando se fue, un gigantesco conglomerado editorial alemán acababa de comprar la empresa. Aún no se había enfriado el asunto y ya se hablaba de recorte de personal; no era de extrañar que hubieran recibido con tanto entusiasmo su petición de baja no remunerada por asuntos personales. ¿La habría reemplazado Candela? No, Candela tenía muy buen ojo editorial para las novelas que no son de ficción. Hasta los hombres de negocios sin rostro que había al otro lado del Atlántico preferirían que sus editores trabajaran en las áreas de trabajo que conocían; era económicamente lógico.

A lo mejor Julián se había hecho cargo de los autores. Julián Moro tenía un tiempo siendo su asistente personal, y Lali había visto más de una vez un brillo pensativo en sus ojos. Se habría lanzado a la mínima posibilidad de quedarse con su puesto. Casi podía oír a ese mocoso: «Qué pena que Lali tuviera que irse justo ahora, cuando tenemos tanto trabajo. ¿En qué estaría pensando? Da igual, estaré encantado de sustituirla».
¿Quién sabe qué se encontraría cuando regresara?
Si es que regresaba.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, aunque era plenamente consciente de que un par de lágrimas no cambiarían la situación. Ni un poquito. Debería saberlo. Aquel último mes había llorado más que en toda su vida, de miedo y de enojo por lo que le estaba pasando. Pero sus problemas seguían estando ahí.

Lali se frotó los ojos y bostezó. Habían sido suficientes emociones por un día: la llamada de Lavalle, el tirarle a Don Grande a la cabeza de un hombre, sus tuberías que amenazaban con reventar e inundar su casa, el terror que sintió cuando pensó que uno de los hombres de Fadul la había encontrado, la inapropiada oleada de deseo por un tipo de pocas palabras... el día había sido de lo más completo. Se le cerraban los párpados. Hora de dormir.

Alargó la mano automáticamente hacia la alarma del reloj, pero se detuvo; mañana era sábado, así que no necesitaba poner la alarma.
Y, además, ya había tenido suficientes sobresaltos.

Continuará…

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