Capítulo 42

Hola chicas!!!! Cómo les va?! Acá les dejo capi y muchas gracias por sus comentarios! Besos y nos leemos mañana!!!! Capi dedicado a Beth, dale eh! Que no decaiga ;) espero que pronto estés mejor! Ahora que lo disfrutes!

Twitter: @Caparatodos

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—Muy bien. Nada de infartos.

—Bien. Sólo quería avisarte que voy a ir al funeral de Bartolomé Bedoya-Agüero con Franco en el caso de que tú no vayas. ¿Vas?

Capítulo 42:

—La invitación me llegó esta mañana por mensajería —respondió—. Pensé que querrías ir.

—Genial. Llamaré a Franco y le cancelaré. Y puede que tenga algo más en mente, ya te contaré, pero antes debo averiguar un par de cosas.

 Cada vez era más experta en volverlo loco.

—Me parece bien —dijo fríamente, negándose a morder el anzuelo. Confianza. Tanto si confiaba en que no se metiera en líos como si no, ella tenía que creer que así era.

—De acuerdo —guardó silencio durante un momento—. ¿Peter?

—¿Sí, mi amor?

—Me alegra mucho que al final decidieras quedarte en Buenos Aires.

—A mí también.

Peter sonrió, hundiendo los hombros cuando finalizó a la llamada. Viniendo de ella, una admisión así era tan reveladora como un beso o una caricia. Responder a la pregunta de Gastón era simple: mientras Lali continuara probando su modo de vida, sí, él se arriesgaría a perder uno o dos negocios. Llamó a su oficina de Nueva York con una leve sonrisa y luego abrió su computadora para realizar la revisión de una declaración conjunta.

Lali entró en el pequeño establecimiento de arreglo de televisores de Monte Grande. Una mujer de aspecto preocupado transmitía información del celular pegado a su oreja al tipo joven de aspecto desaliñado que había sentado en un banco detrás del mostrador. Entre ellos se encontraba un enorme y antiguo televisor con los cables y las tripas afuera.

—¡Hey!, Antonio —dijo, y el vendedor levantó la vista.

—Julieta. Está en la trastienda.

Tras asentir con la cabeza, Lali se metió por entre el desorden hasta la puerta situada al fondo de la tienda. Antonio creía que ella era una drogadicta, pero a Lali eso no le preocupaba lo más mínimo.

—Antonio. ¿Cómo tal te va?

El hombre de escaso pelo, que estaba sentado en una silla la cual parecía demasiado débil para su volumen, bajó la revista de ciclismo.

—Julieta Molina —dijo con voz sonora—. Cuánto tiempo sin verte.

Colega. Sentía vergüenza cada vez que escuchaba aquel seudónimo. Gracias a Dios Peter no tenía ni idea de que existía, o se moriría de la risa. Con todo, servía para su propósito y era fácil de recordar.

—He estado fuera de la ciudad —respondió—. Tengo una pregunta para ti. La respuesta vale cien. —Colocó cinco billetes de veinte sobre un televisor cercano.

—Tu pregunta.

Antonio Barón era uno de esos peristas de poca importancia que compraban candelabros de bronce y tostadores. A juzgar por la diversidad de artículos de elevado valor que habían desaparecido de la propiedad de Bedoya-Agüero, no se había tratado de un ladrón caro contratado por un comprador particular. Un rufián callejero no podría haber entrado y salido sin alertar a los vecinos de la casa, pero cualquier ladrón con experiencia sí podría. Y Antonio conocía a muchos tipos de ésos.

—¿Sabes algo de un ladrón con un montón reciente de mercancía en metálico disponible?

—No.

—Está bien, ¿qué me dices de rubíes o de un Van Gogh? —Ambas cosas estaban muy por encima de sus posibilidades, pero no estaba de más el preguntar.

—No.

—¿Te importaría hacer unas preguntas por ahí para mí? Eso vale otros cien.

Antonio se levantó con un gruñido fruto del esfuerzo.

—¿Sabes qué tipo de establecimiento es éste?

Lali frunció el ceño.

—Sí.

—De reparación de televisores. ¿Sabes lo que eso significa?

—Explícamelo, Antonio.

—Significa que tenemos un montón de televisores. Y que están prendidos durante todo el día. Ponemos programas de entrevistas, telenovelas, repeticiones de programas de la noche anterior. Cosas de ésas.

A Lali comenzó a erizársele el vello de la nuca.

—Me alegro por ti —respondió, tomando nota del destornillador que había a unos centímetros de su mano izquierda. Siempre había pensado en Antonio Barón como un tipo grosero y un poco desaliñado, pero, por lo demás, inofensivo. Pero se había equivocado en muy contadas oportunidades, y no iba a hacer caso omiso a la sospecha que recorría por su espalda.

—Sí, bien por los dos. Sobre todo me gusta E!. Dan estrenos de películas, como el de la nueva película de Russell Crowe en Londres hace dos meses.

«¡Ah, la pelotita!» No le importaba que algunos de sus contactos de mayor categoría supieran quién era ella, pero un timador como Antonio la vendería a la policía. Dios, sólo lo conocía porque en ocasiones Nicolás y ella solían volver a las andadas cuando ella era una niña. Claro que la policía sabía dónde vivía en ese momento, y Antonio no tenía más contra ella de lo que tenía la policía. Era el abecé del asunto.

—Así que, ¿no sabes nada porque no te dije mi auténtico nombre o porque en realidad no sabes nada?

Unos ojos castaños la penetraron con una mirada furiosa.

—Demonios. He tenido a hija de Carlos Espósito merodeando mi negocio, y Nicolás nunca me dijo nada. ¿De verdad te volviste honrada?

—Probablemente.

—Es una verdadera lástima. No. No he oído nada de un ladrón con nueva mercancía ni sobre cuadros que valen millones. Y si te has reformado, de ahora en adelante arregla una cita como cualquiera de mis clientes.

—Muy bien. —Cuando Lali se dio media vuelta para salir, cogió ochenta pesos del montón que había dejado—. En ese caso, pagaré las mismas tarifas que el resto de tus clientes. El cartel dice veinte pesos por consulta. Que tengas un buen día.

—Vendida.

Dejó que el hombre se quedara con la última palabra. Después de todo, tenía una respuesta y había recuperado ochenta pesos. La vida de cuestionable naturaleza podría resultar costosa y puede que necesitara el dinero para otra cosa.

Continuará…