Capítulo 102

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—¿Lo recuerdas todo?

—Las cosas que me interesan o que son importantes para mí, sí.

Capítulo 102:

Deseaba preguntarle qué recordaba sobre él, pero aquello parecía demasiado patético. También quería decirle otra cosa, había estado a punto de hacerlo en el avión, cuando Lali no podía huir, pero aquello no le pareció justo. Deseaba decirle que la quería. «No la presiones», se dijo. Reconocerlo para sí ya era suficientemente arriesgado. Hacer partícipe de ello a Lali, con lo posesivo que se sentía con respecto a ella, podría ser… peligroso.

—No es venganza lo que quiero exactamente —dijo tras un momento, volviendo a la posición que tenía antes—. Quiero decir, lo es, pero antes quiero saber cómo y por qué y…

La limusina se sacudió violentamente hacia un lado. El metal crujía en torno a ellos al tiempo que Mariana se precipitaba contra su hombro con la suficiente fuerza como para dejar marca. Él la agarró, afianzando las piernas en el suelo del vehículo y apoyando un brazo contra el abombado lateral del auto mientras daban un escalofriante giro en el aire y caían de nuevo pesadamente sobre la pista.

—¿Qué…?

A través de la luna rota del auto, Juan Pedro pudo divisar un camión grande y pesado, que se dirigía de nuevo hacia ellos con la intención de golpearles y empujarlos hasta el río. El motor de la limusina rugió y emitió un sonido metálico. El auto se precipitó hacia delante al dar un fuerte bandazo. El camión patinó con un fuerte chirrido de metal provocado por la maletera que había sido abierta de golpe.

—¡Ernesto! —gritó.

—¡Voy, señor! ¡Intentan arrojarnos fuera de la carretera!

Continuaron avanzando a marchas forzadas, dando bamboleos como un cangrejo al que le falta alguna extremidad, y el camión volvió a aproximarse hacia ellos con un ruido ensordecedor a sus espaldas. A la derecha, vertiginosamente cerca, los márgenes del abismo descendían abruptamente hasta el río.

—¿Podemos tener acceso a la maletera desde aquí? —averiguó Mariana con voz áspera, tambaleándose de nuevo contra él cuando el camión golpeó contra la parte posterior del vehículo.

—A través de los asientos.

Peter no le discutió cuando ella removió entre el cuero en busca del pestillo. Por el contrario, le dio una mano y tumbó el asiento hacia delante, casi cayendo al suelo cuando el camión volvió a embestirlos por detrás.

—Abre el capot —espetó, introduciéndose en la abollada maletera y reapareciendo con su maletín semirrígido.

Él pulsó el botón, pero la luna del techo se atracó después de abrirse un par de centímetros. Juan Pedro metió la mano en la abertura y empujó, sin apartar la atención de Mariana mientras ésta abría su maleta y sacaba tres piezas de lo que parecía una pistola con abultado vientre. Las armó, apoyando las rodillas contra él para sujetarse.

—Agárrame las piernas —gritó, levantando la monstruosidad e inclinándose a través de la abertura del techo.

La sujetó desde abajo mientras ella apuntaba y realizaba, uno tras otro, tres disparos. La pintura blanca explotó en el parabrisas del camión con fuerza suficiente como para quebrar el vidrio. El vehículo se tambaleó y chocó contra el lateral de un autobús al tiempo que giraba a ciegas sobre sí y el limpiaparabrisas iba retirando la espesa sustancia.

—¡Sal, Ernesto! —gritó mientras empujaba a Mariana dentro del auto y abría de una patada la puerta de su lado.

Salieron atropelladamente de la limusina dando volteretas hasta la baranda que los protegía del hueco del río, justo en el momento en que el camión chocaba de nuevo contra la limusina y la empujaba hasta el final de la calle. Juan Pedro dio un traspié y cayó sobre Mariana, que sujetaba la pistola de pintura en sus brazos como si le fuera la vida en ello.

—¿Estás bien? —preguntó, retirándole el pelo, tratando de evitar que le temblaran las manos.

—Estoy bien. Tú estás blanco como la pared.

La besó, apasionadamente.

—Es la segunda vez que estoy a punto de perderte —gruñó, girándose para encontrarse a Ernesto, vomitando a un lado del camino—. ¿Ernesto?

El conductor agitó una mano en su dirección.

—Estoy bien. Tan sólo terriblemente asustado.

Se escucharon dos sirenas de policía, y Mariana se tensó.

—Caramba. No se te puede llevar a ninguna parte —dijo, metiendo el dedo en un agujero de la casaca clara de Peter.

—Dame el arma —le ordenó.

—Pero…

—Ésta es mi ciudad —dijo—, y mi auto. Puedo ser un entusiasta de las pistolas de pintura si me da la gana. Cuantas menos preguntas hagan sobre ti, mejor.

Mariana se la entregó.

—De acuerdo. Pero tu ciudad apesta, por ahora.

Con la mano libre Peter la agarró del brazo y la ayudó a levantarse.

—Muy inteligente, por cierto. No sabía que habías traído tu equipo.

Le sacudió los restos de vidrio del cuello de la camisa mientras esbozaba una sonrisa.

—Nunca salgo de casa sin ellos. Peter, creo que el Doctor Maligno sabe que estamos aquí

Continuará…