jueves, 3 de abril de 2014

Capítulo 60


Hola, hola camarones con cola!!!! ¿Cómo les va chicuelas? Espero que todo bien! Gracias por sus comentarios, me pone feliz que les guste la nove!!!!!! Un beso y mañana nos leemos de nuevo!

Twitter: @Caparatodos
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Allí también había hechos nuevos amigos, claro está. Euge, Beatriz. Pero creían que la mujer a la que había conocido era Daniela Rinaldi, una profesora de primaria perfectamente normal.
Y no Mariana Espósito, testigo en fuga.

Capítulo 60:

Nada era tan gratificante como navegar por internet. Era como ser invisible y todopoderoso. No había nada a salvo de la inteligencia que merodeaba por ahí. La gente se sorprendería de todo lo que se puede aprender si sabías lo que estabas haciendo. Podías encontrar la talla de ropa de un hombre, su libro preferido, qué le compra a su amante y si le han recetado algo para la hernia, todo sin que se enterara nunca de que lo están investigando.

Obviamente, los archivos del Departamento de Justicia eran los más difíciles de encontrar. Sus firewalls eran muy buenos y estaban reforzados con barreras de protección. Pero, si la persona adecuada le ponía el suficiente empeño, era tan útil como un muro hecho de Lego. «Y yo soy la persona adecuada», pensó el profesional. La pregunta no era si encontraría el archivo de Mariana Espósito, sino cuándo.

Ya iba siendo hora de encontrarlo. Se podía acceder al sistema desde cualquier lugar del mundo con una laptop; esa parte era fácil. El siguiente paso requería inteligencia.

El profesional se vio interrumpido por el pronóstico del tiempo, que anunciaba un invierno frío, con tormentas y granizo.
«No pienso estar acá», pensó el profesional. Prefería el sol y los cangrejos al frio y la lluvia.


—Tenemos una baja.

Héctor Lavalle levantó la mirada de la circular que habían puesto junto a la nueva escoba del piso superior, que no hacía más que recordarles por enésima vez que no se aceptaban los comentarios despectivos contra las mujeres o las minorías, bajo ningún concepto y como quedaba establecido en la orden bla-bla-bla de la ley bla-bla-bla.

«Pero si estamos encargados de hacer cumplir la ley, ¡no me jodas!», pensó con enojo. «No podemos hacer del mundo un lugar mejor, aunque sí uno más seguro».

¿Pero cómo iban a hacerlo si el presupuesto era cada vez menor y tenían que medir cada una de sus palabras? Ballón carraspeó y Lavalle recordó que le había dicho algo.

—¿Qué?

—Tenemos una baja. —Ballón cogió una silla que había por ahí cerca, la giró y se sentó a horcajadas. Ballón parecía un estropajo de gente, y tampoco olía bien; se parecía alarmantemente a un vagabundo. El divorcio estaba arruinándolo.
Lavalle sacudió la cabeza, malhumorado. Verdaderamente, el mundo se estaba yéndose a pique.

—¿Quién?

—Un tipo llamado Omar Uturria. ¿Te acuerdas de él? Lo trasladamos bajo el nombre de Bernardo Tinoco.

Lavalle miró al techo como si estuviera haciendo una búsqueda en su computadora mental, pero lo cierto era que no podía acordarse de ello. El departamento de policía tenía unos doscientos testigos en el Programa de Protección de Testigos y Lavalle se había dado cuenta de que era incapaz de seguirles la pista a todos. Se pasó un dedo por los labios.

—Era el... —Lavalle hizo una pausa.

—Contador. —Ballón estaba leyendo la ficha.

—Contador —repitió el primero—. Cierto. Eh... mmm... Iba a testificar en el... el...

—Caso Dunance. —Lavalle asintió al oír los nombres que Ballón leía de la ficha—. Uturria debía testificar el 18 de octubre. —Ballón tamborileó los dedos sobre el archivo y suspiró—. Parece que, después de todo, esos rastreros de Dunance van a salirse librados de todo. Uturria era el único dispuesto a testificar. Todo el trabajo que hicimos no servirá para nada.

Lavalle tomó un lapicero y empezó a tomar notas. Aunque él no se encargaba de ese caso, perder a un testigo era algo que sacudía el departamento entero desde los cimientos. No sucedía con frecuencia pero, cuando ocurría, rodaban cabezas. Lavalle quería estar preparado para salvarse el pellejo si la situación le llegaba a salpicar.

—¿Sabemos quién lo hizo? —Lavalle resopló y rió sin alegría—. Aparte de obvios.

—Ese es el problema, jefe. —Ballón se movió incómodo—. Parece... parece haber sido un accidente.

—¿Cómo? ¿Un accidente? ¿Y quién se ha creído esa estupidez? ¿Los policías locales? —Lavalle miró a Ballón con cara de pena—. ¿Se puede saber dónde habíamos metido Uturria?

—Estaba en Rosario.
Lavalle resopló con fuerza.

—Los policías ahí no encontraría ni una pista así estuviera frente a sus narices.

—No, ellos no cerraron el caso. Lo hicimos nosotros. —Ballón se frotó los ojos inyectados de sangre—. Nuestra gente informó de que de verdad parecía un accidente. El conductor se dio a la fuga.

—¿De verdad? —Lavalle frunció el ceño.

—Eso parece. Si se lo hubieran matado, los de Dunance se habrían asegurado de que todo el mundo se enterara de lo sucedido; así quedaba sentada una advertencia, para que todo el que esté pensando en testificar se lo piense dos veces.
Era cierto. Aun así... Lavalle sacudió la cabeza con pesar.

—No me puedo creer la mala suerte de ese pobre hombre. Uturria iba camino a librarse... —Lavalle volvió a comprobar la ficha—... de que le condenaran, le habrían caído de veinticinco a treinta años, fácil. Decide hacerse testigo del Estado y le dan una identidad completamente nueva y un trabajo. —Lavalle echó un vistazo rápido a la información—. Al parecer le iba bastante bien con su nueva identidad. Y de pronto todo se va a al tacho por un auto...

—No siempre es así. —Ballón se miró una uña sucia y Lavalle se dio cuenta de que le temblaba la mano—. Unas veces eres el parabrisas, y otras el mosquito.

Continuará…

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