Capítulo 46

Buenas, buenas! Cómo andan por ahí?! Ojalá que bien y ya esperando el finde santo (al menos acá empieza el jueves) Así que ya lo estoy esperando jaajjaaj Gracias por sus comentarios, me hacen feliz, sépanlo!!! Las quiero y mañana nos leemos! besos

Twitter: @Caparatodos

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Giró sobre sus talones antes de que Lali pudiera responder, pero también antes de que pudiera ver la ira y el dolor que inundaban sus ojos. El muro que había habido entre ellos se construía de nuevo en su sitio.

Capítulo 46:

La pequeña iglesia estaba llena de gente. Todo el mundo estaba presente excepto Martha, que había preferido no asistir, y Peter. Lali se sentía incómoda porque empezaba a cuestionarse si su ausencia no equivaldría a una admisión de su culpabilidad ante los ojos de Arcadia.

—¿Va a venir Peter? —preguntó Ana.

Su hermana se había puesto un vestido blanco que contrastaba con el negro de Lali. Pero la muerte de Erika no había dejado ninguna sombra en la vida de Ana.

—Le pedí que no viniera. Pensé que la mayoría de la gente se sentiría incomoda si lo veían.

—Me parece muy acertado. Los ánimos ya están bastante caldeados.

Lali vio que Daniel se le acercaba. Lo hacía con tanta torpeza que tenía que disculparse con todos los ocupantes del banco por el que intentaba atravesar hasta ocupar un sitio junto a ella.

—Hola, Lali —saludó mientras se subía los anteojos.

—Hola, Daniel.

Pero los pensamientos de Lali estaban en otro lugar. Se le acababa de ocurrir que si Daniel había ocupado uno de los últimos asientos vacantes, el asesino de Erika estaba necesariamente presente en el acto. La sangre se le heló en las venas. Su mirada vagaba continuamente por la multitud en busca de posibles culpables. Se fijó en Gabriel Flores, pero no podía creer que fuera capaz de algo tan monstruoso. Un carraspeo en la puerta le hizo girar la cabeza. Abel Pintos estaba allí, vestido con un terno marrón y roto, y una camisa que alguna vez debió ser blanca. Fumaba y había un bulto delator en uno de los bolsillos de su saco. Sin mirar, supo que llevaba una botella de whisky. Lali se preguntó para qué habría ido. A esas horas de la mañana, solía estar durmiendo la resaca de la noche anterior.

El padre Roberto, un hombre de sesenta años, tomó su lugar ante el micrófono.

—Amigos míos, nos hemos reunido hoy aquí para recordar a una pequeña que no tuvo la oportunidad de convertirse en mujer. Una niña cuya vida fue arrebatada de una manera inimaginable para cualquier persona con corazón. Puede que nunca lleguemos a saber los motivos que…

—¿Por qué no? —gritó Abel desde el fondo.

Todos los presentes giraron la cabeza para ver quién hablaba. Pero el padre se limitó a carraspear antes de seguir.

—Tal vez nunca sepamos los motivos de este horrible crimen. Sin embargo, no debemos centrarnos en el lado negativo cuando pensemos en Erika Calderón.

—¿Por qué? —insistió Abel.

Joaquín se levantó y comenzó a caminar entre la gente hacia la salida donde se encontraba el viejo borracho.

—Aunque vivió poco tiempo entre nosotros, Erika dejó la huella de su sonrisa en este lugar. Su hora de reunirse con el Señor llegó demasiado pronto…

—¿Por qué? —tuvo tiempo de gritar Abe, antes de que Joaquín llegara a su lado.

El jefe de policía lo guió fuera de la iglesia a lo que Abel no opuso resistencia.

—Su hora de reunirse con el Señor llegó demasiado pronto, pero no antes de plasmar su huella imborrable en Arcadia.

Lali no escuchaba el discurso. Había visto su oportunidad de hablar con Abel y no tenía intención de dejarla pasar.

—Perdoón, Ana. Tengo que irme.

—¿Ahora?

Daniel se inclinó torpemente para ver lo que sucedía.

—Creo que dejé el horno encendido —mintió Lali.

Ya en la puerta, casi tropezó con Joaquín en su precipitación por darle el alcance.

—El funeral no puede haber terminado —dijo el policía con aire desconfiado.

—No, no. Es que no estoy segura de haber apagado el horno y es preferible que vaya a revisar.

Lali se alejó de su cuñado. Divisó a Abel que se dirigía al centro de la ciudad.

—¡Lali! —gritó Joaquín a su espalda—. No le quites la vista a Abea. Hoy está peor que de costumbre.

Se apuró en ir detrás de Abel. El viejo se movía con rapidez. Cuando llegó a su lado, estaba sudando por el esfuerzo.

—Señor Pintos —llamó a unos cuantos pasos.

Abel se detuvo. La miró recelosamente y entrecerró unos ojos teñidos de amarillo.

—¿Por qué me sigues, chiquilla? —gruñó.

—Quería hablar con usted sobre Erika —dijo ella, resistiendo el olor a alcohol que salía de su boca.

—¿Y qué te hace pensar que yo quiero hablar contigo?

—Sólo trato de averiguar lo que le sucedió. Me pareció, por sus comentarios en la iglesia, que usted podía saber algo —respondió ella, intentando no ponerse nerviosa.

Los labios del anciano se distendieron en una versión distorsionada de una sonrisa. Comenzó a reír escupiendo pequeñas gotas de saliva.

—Ya he intentado decir lo que sabía, pero nadie quiere escucharme —dijo Abe mortalmente serio—. La gente de Arcadia no quiere creerle a un tipo como yo, ¿sabes? Todos piensan que sólo soy un borracho. Pero veo cosas y conozco temas e historias que nadie sabe.

—¿Qué clase de cosas?

—Sé quién mató a la niñita porque lo vi con mis propios ojos. No la vi morir pero vi a quien lo hizo. Ella tenía problemas con su bicicleta y entonces él la atrapó y se la llevó. Yo lo vi todo, pero él no lo sabe.

Lali estaba paralizada. Un nudo le oprimía la garganta. Abel se refería a Peter. Era ridículo, pero no podía moverse de su sitio. Tenía que sacarle más información.

—No lo entiendo. Si dice la verdad, ¿por qué la policía no lo arrestó?

—¡Oh! Lo interrogó, ¡seguro que sí! Pero es un tipo inteligente, casi convence al jefe para que me arrestara a mí. Sólo porque un hombre beba un poquito no se convierte en un mentiroso. No estaba a… ¿cómo se dice?

—Alucinando.

—Eso mismo. Bueno, pues el jefe no confió en lo que yo decía y, al cabo de un tiempo, dejé de decirlo. También sé que tú no me crees. Pero escúchame, niña. Andas en compañía de un tipo muy peligroso. Si no crees lo demás, por lo menos, confía en lo que te digo.

Abel dio media vuelta y dejó a Lali sola, clavada en el suelo. No supo cuánto tiempo estuvo allí antes de que se le ocurriera que debía cambiarse de ropa antes de ir a la casa de su madre. Comenzó a caminar lentamente. Sólo podía pensar en Abel Pintos y en la terrible advertencia que le había hecho.

Continuará…