martes, 4 de marzo de 2014

Capítulo 27


Twitter: @Caparatodos
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Se giró y al salir por la puerta miró con horror el interminable y gigantesco pasillo.
Tal vez debería de haber dejado un rastro de migas de pan.

Capítulo 27:

En cuanto la puerta se cerró detrás de Lali, Pablo cayó rendido sobre la silla y se frotó la cara entre las manos. Se quedó mirando fijamente el fuego durante un buen rato, mientras Peter se limitaba a observarlo.

—Se ha ido, Peter —dijo al final—. Se ha ido para siempre.

—Sí —Peter se sentía incómodo; aquel no era su fuerte, no sabía cómo consolar a un tipo al que su mujer había engañado.

Pablo parecía estar pasando por un infierno. Peter sintió una punzada de pena por su mejor amigo. La marcha de Lucrecia había dejado un auténtico vacío en la vida de Pablo. Por unos instantes, Peter casi envidió la intensidad de sus sentimientos. Cuando Melissa por fin se fue, Peter se había sentido aliviado.
Pablo estaba verdaderamente dolido; aunque eso no era excusa para comportarse como lo había hecho con Daniela Rinaldi.

—Escúchame, Pablo —dijo Peter—, Sé cómo te sientes, pero tienes que recomponerte. Al fin y al cabo, la señorita Rinaldi...

—Olvídalo —dijo Pablo—. No tienes ninguna posibilidad con ella. Acabarás perdiéndola de todas formas. Todas las mujeres que entran aquí se terminan yendo. —Alzó los rojizos ojos hacia Peter—. Deberías haberme hablado de la maldición, Peter. ¿Cómo iba a saber que ninguna mujer se queda demasiado tiempo en las tierras de los Lanzani?

—Eso no es más que una leyenda estúpida. —Peter apretó los dientes—. Me sorprende que te hayas dado el trabajo de siquiera considerarlo una posibilidad.

—¿Considerarlo? ¡Vete a la mierda, perdí a mi mujer por culpa de eso! —gritó Pablo antes de hacer una mueca de dolor y levantar la cabeza.

—No perdiste a tu mujer porque estuviera en las tierras de los Lanzani —dijo Peter razonablemente—. La perdiste porque... porque... —Peter se detuvo. No sabía por qué se había ido Lucrecia. ¿Quién sabía por qué hacían las cosas las mujeres?

—Porque estamos en las tierras de los Lanzani —concluyó Pablo.

—¡Que no, por Dios!

—Ok, perfecto, entonces, ¿cómo es que Melissa se fue? —La voz de Pablo era hostil—. Respóndeme a eso, dale.

—Porque... porque...

—Porque estaban viviendo aquí. —Pablo asintió con gesto de sabiduría, como si acabara de resolver alguno de esos problemas matemáticos casi imposibles.

—¡Porque no quería seguir viviendo conmigo! —Peter levantó las manos, al borde de perder la poca paciencia que le quedaba—. Y ya basta. No tiene nada que ver con este lugar.

—¿Y por qué se fue tu madre? —preguntó Pablo.

—No se fue. —Pablo estaba dolido, y Peter le perdonaba lo que dijera. Pero todo tenía un límite—. Murió.

—Es lo mismo. —Pablo apretó la mandíbula con terquedad—. ¿Y tu bisabuela? ¿No huyó con el tipo de la máquina de coser? ¿Y tu abuela? Un niño y adiós.

—Pablo... —gruñó Peter.

—Y, ¿qué nos traen las yeguas? ¿Ah? ¿Qué me dices de eso? Tienes una proporción de 70 caballos y 30 yeguas. Es algo estadísticamente imposible.

—Casualidad.

—¿Casualidad? Perfecto, ¿y qué me dices de la collie que tuvo seis cachorros, todos machos? ¿Qué me dices de eso? ¿Eh? ¿Eso también fue casualidad? No me extraña que Lucrecia y Melissa se largaran. Este lugar es veneno para las mujeres.
«Especialmente para las cualquiera», pensó Peter, pero prefirió no hacer comentario alguno.
Pablo se pasó las manos por el pelo.

—Debería haberme buscado trabajo en un banco o en una tienda; así seguiríamos siendo una familia y no estaría metido en este lío. —Dejó caer la cabeza—. Y Rafael tampoco.

—Pablo —dijo Peter con paciencia—, no podrías haber conseguido un trabajo en un banco o en una tienda porque no tienes la formación necesaria para hacerlo. Estás hecho para trabajar con el ganado. Es lo que sabes hacer, y lo haces muy bien. Cuando no te vuelves loco.

—Claro que me estoy volviendo loco —gritó Pablo—. ¡Acabo de perder a mi esposa por tu maldición!

—¡Cierra la boca de una vez por todas! —gritó Peter a su vez. Daniela Rinaldi probablemente fuera la única mujer, y desde luego la única mujer guapa, en un radio de doscientos kilómetros que nunca hubiera oído hablar de la Maldición de los Lanzani y, sin duda alguna, Peter quería que siguiera siendo así—. La señorita Rinaldi está a punto de volver, se dio un tiempo en su apretada agenda para hablarte de tu hijo así que te vas a comportar como una persona normal con ella.

Peter no sabía si Daniela Rinaldi tenía una agenda apretada o no; la mayoría de la gente de Fiambalá no tenía demasiadas cosas que hacer, pero eso Pablo no tenía por qué saberlo.
Pablo trató de concentrarse en Peter, pero la cabeza le daba vueltas. Cuando por fin logró verlo, los ojos rojos le brillaban.

—Oblígame —gruñó.
Estaba pidiendo una pelea a gritos, pero lo último que Peter quería era que Daniela Rinaldi volviera y se los encontrara peleando.

—Deja de decir estupideces, Pablo.

—No. —Pablo se levantó, se balanceó y se puso en guardia en una postura más bien ridícula, pues apenas podía mantenerse en pie.

—No bromees. —Peter miró al cielo—. Los dos sabemos que no puedes enfrentarte a mí cuerpo a cuerpo. A mí me han entrenado y a ti no. Te llevo ventaja, así que déjate de tonterías.
Pablo empezó a hacer círculos lentamente alrededor de él.

—Oblígame.

—Pablo —dijo Peter con los dientes apretados—. Estás borracho. Probablemente hasta estés viendo doble. No voy a pelearme contigo, y ya está. Acabaría contigo en menos de lo que canta un gallo, así que déjalo.
Peter esperaba que Pablo sonriera al oír uno de los viejos dichos de su padre, pero Pablo apretó la mandíbula y se balanceó violentamente.

Peter esquivó el golpe sin moverse de su sitio. Aquello iba a ser peor de lo que pensaba. Pablo volvió a balancearse, tan despacio que Peter podría haber terminado de leer la biografía de Hitler y aún le habría sobrado tiempo para detener el puño de Pablo. Peter dejó que Pablo se librara de su mano y le dijo:

—No seas tarado, Pablo, no puedes derribarme y lo sabes.

—¿Ah, sí? —Pablo respiraba con dificultad. Trató de hacerle un gancho a Peter, pero no funcionó, aunque se llevó un puñetazo en la barbilla.

—¡Por Dios, Pablo! ¡Eso si que dolió!
Pablo le enseñó los dientes.

—Eso pretendía. —Se puso en cuclillas y empezó a rodear a Peter, quien retrocedió.

—Pablo, como no dejes de hacer estupideces ahora mismo... —Pablo embistió. Peter se movió, y Pablo se golpeó los puños primero y la cabeza después contra la chimenea de piedra maciza. Peter hizo un gesto de dolor al oír el golpe. Pablo se giró; sangraba por una herida que se había hecho en la ceja, pero levantó los puños. Los nudillos de una de las manos sangraban también. Peter suspiró y también levantó los puños.
La puerta se abrió.

Daniela Rinaldi se detuvo en el umbral, con los ojos abiertos de par en par y el maletín en la mano. Los dos hombres, uno sangrando y el otro seriamente enojado, se giraron para mirarla con el ceño fruncido.

—Supongo que son cosas de hombres, ¿no? —preguntó.


Continuará…

6 comentarios:

  1. Ja ja!! Son unos nenes!! Me encanta Más!!!

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  2. haaay máas! me encanta tu nove
    te espero http://amorporcasiangeless.blogspot.mx/
    besos

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  3. estos hombres si no,MALDICIÓN DE LOS LANZANI? se pone interesante...otro

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  4. jajajajajajaja! quiero saber mas de esa maldicion, mas novee

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  5. Lina (@Lina_AR12)4 de marzo de 2014, 22:15

    yo tambien quiero saber sobre esa maldicion,jaja a q LALIlogrea romperla°

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  6. No va a resultar tan aburrida su estancia en ese pueblo con esos dos.

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